Adam había pasado
literalmente cientos de horas en la sala de interrogatorios de la comisaría
desde que consiguió convertirse en policía. Interrogar a los sospechosos era
una tarea que siempre había llamado su atención, ya que le parecía de lo más
entretenido y llegaba a tomárselo prácticamente como si fuese un juego. Le
divertía sentarse frente a alguien, un desconocido cualquiera, y poner todos
sus sentidos sobre él; le encantaba ser capaz de detectar cualquier mínimo
cambio en alguno de los cientos de músculos de su cara, cualquier leve y sutil
arruga que desvelara si lo que le estaban contando era cierto o no. Cada vez
que atravesaba aquella puerta gris y se sentaba en la incómoda y rígida silla
de metal se convertía en otra persona. Una diferente cada vez, como un actor
que interpreta infinidad de papeles. Adam tenía una gran variedad de personajes
para elegir: desde el policía inseguro que hacía las preguntas con cautela
hasta el típico poli chulo que lo da todo por supuesto antes de comenzar
siquiera con la primera pregunta. La mayoría de las veces no sabía qué papel
iba a elegir hasta que se sentaba en su silla y miraba a los ojos del sospechoso.
Era en ese preciso momento cuando surgía dentro de él, como una chispa, un
sentimiento esclarecedor. Como si tuviera una ruleta en el interior de su pecho
que dejase de girar en el mismo instante en que su mirada chocaba con la de la
persona que se sentaba frente a él, señalándole en quién tenía que convertirse.
En alguna ocasión entraba a la sala acompañado, la mayoría de las veces de Gary
Hooke, y entonces la diversión era aún mayor. Al teniente Hooke no le gustaban
las florituras, y por lo general interpretaba siempre el mismo papel: el de ser
él mismo. Como tal, era un entrevistador serio, calculador, con todas las
preguntas pensadas de antemano y reacciones preparadas para cada una de las posibles
respuestas. Era imposible que un sospechoso sorprendiera a Gary Hooke. Por esto
mismo, cuando le tocaba interrogar a un sospechoso con Gary, Adam no interpretaba
ningún papel. Simplemente improvisaba. Le gustaba ser la contrapartida de Gary,
el punto de caos entre la marea de serenidad del teniente. Era otra forma
distinta de jugar.
Aquel día, sin embargo, Adam
no iba a jugar. O, al menos, no como solía hacerlo. Todo estaba allí, en su
lugar, como siempre: las paredes, pintadas de un color gris casi deprimente; el
amplio falso espejo, que ocultaba tras él la sala de grabación y ocupaba casi
por completo uno de los laterales de la habitación; la cámara de seguridad en una
de las esquinas, próxima al techo, en el lado opuesto a la puerta de metal que
daba acceso a la sala; las viejas sillas desvencijadas a ambos lados de la mesa,
sobre la cual reposaba un micrófono que debía haber grabado miles de horas de
conversaciones; la luz azulada que inundaba la sala y que, si te fijabas,
notabas parpadear cada pocos segundos, convirtiéndose entonces en algo muy molesto.
También estaba allí Gary Hooke, interpretando su papel de siempre, sentado en
una de las sillas con los codos apoyados en la mesa y entrecruzando los dedos
de ambas manos. Tras él, de pie y de brazos cruzados, Christine Gardner. No era
muy común que la jefa estuviera en un interrogatorio, pero definitivamente
aquella era una situación fuera de lo común.
Pese a haber pasado cientos
de horas allí, en aquella sala, la situación era nueva para Adam. Por primera
vez él no era el tirador, sino la diana. Estaba sentado al otro lado de la
mesa, el lugar por donde había visto desfilar a decenas de sospechosos, todos
aquellos compañeros de juego. Adam miraba a su alrededor, como redescubriendo
la habitación desde su nueva perspectiva. Miró a Gary, y luego a Christine, que
inmediatamente comenzó a hablar.
–Antes de comenzar, dejemos
esto claro. No se te acusa de nada, así que no tienes por qué estar nervioso. Eres
uno de los miembros más valiosos de nuestro equipo, y estoy segura de que eso
es algo que sabes. Sin embargo, las circunstancias son las que mandan, y en
este caso, dada tu relación tanto con la víctima como con el sospechoso, eres
parte importante de la investigación. Para que lo entiendas, eres la primera
piedra del sendero que tenemos que recorrer para resolver este caso, el lugar
por dónde tenemos que empezar, ¿me sigues, Adam?
–Sí, señora.
–Bien. En primer lugar,
quiero que esto quede claro. Estoy dispuesta a apartarte de este caso si
consideras que no estás preparado para trabajar en algo que te inmiscuye de una
forma tan personal y directa, aunque no puedo negar que me encantaría poder
contar con una mente tan brillante como la tuya para resolver esta
investigación.
–Estoy preparado para trabajar
en este caso, jefa. No se preocupe por eso. El hecho de estar relacionado con
el sospechoso solo aumenta mis ganas de resolverlo todo. Ah, y gracias por el
halago.
Gary Hooke lanzó a Adam una
mirada cargada de matices, repleta de significado. En sus ojos se podían leer
las palabras valor y respeto.
–Comencemos entonces –dijo
Gardner.
–Un momento –interrumpió
Adam–. Hay una cosa que sí que me gustaría saber. ¿Por qué hemos de hacer esto
aquí? Quiero decir, ¿no hubiera bastado una conversación en privado? No sé, ¿en
su despacho por ejemplo? Estar aquí sentado me hace sentirme un criminal. He
visto a auténticos monstruos sentados en esta silla.
–Cuestiones de protocolo.
Hacerlo aquí lo hace todo mucho más fácil. Ya sabes, registrar la conversación,
tenerlo todo grabado para consultas posteriores… Todo la información sobre el
sospechoso que obtengamos de ti en esta conversación tiene que estar disponible
para cualquiera de los agentes que investigan el caso. Además, seguro que
incluso tú mismo acabarás consultando el vídeo que grabemos hoy. Créeme, es
mejor hacerlo así que en cualquier despacho.
–Está bien –aceptó Adam, no
demasiado convencido.
–Vale, vamos a empezar
entonces –Gardner hizo una señal con la mano que Adam ya conocía, y que servía
para que los agentes del otro lado del espejo iniciaran la grabación.
–Dígame, agente Legendre,
¿cuál era su relación con la víctima? –preguntó el teniente Hooke. Como
siempre, la pregunta era de lo más previsible, y era la que Adam esperaba. Sin
embargo, le sorprendió que Gary no le tuteara. Era algo lógico, ya que en los
interrogatorios siempre se hacía así, pero fue algo que no se esperaba. Decidió
contestar tratándolo también de usted.
–Creo que es algo bastante
obvio, pero le contestaré de todas formas. Claire Greene escribió un libro
sobre mi participación en el caso de El Artista. No sé si alguna vez lo ha pensado,
pero escribir un libro es una tarea muy compleja. Casi titánica. Yo no me di
cuenta de ello hasta que comencé a trabajar con Claire. Una cosa es la historia
que tienes en la cabeza, todo aquello por lo que pasaste, y otra bien distinta es
recoger todo eso por escrito. En tu mente puedes recorrer la historia de principio
a fin en apenas un instante. En todo momento sabes situar cualquier fragmento,
lo sientes, ves cómo es todo: percibes las sensaciones que tuviste en aquel
momento, ves cómo eran los escenarios que tuviste que recorrer, recuerdas las
caras de cada persona que se cruzó en tu camino… Sin embargo, en un libro, en
esa infinidad de palabras plasmadas sobre el papel, todo es completamente
distinto. Los lectores no saben nada, tienes que explicarle hasta el más mínimo
detalle para hacerles sentir tal y como te sentías tú. Y eso es algo muy complicado.
En mi cabeza, la historia estaba ahí, todo tal y como pasó: la Venus en el
museo, los acertijos, aquella noche en el acantilado… pero, incluso cuando se
lo contaba a Claire, me daba cuenta de que en mis palabras faltaban lo más importante:
las sensaciones. Mi narración era como un texto vacío, sin fondo, como una noticia
de un periódico. Yo no quería que el libro fuera así. Mi propósito era que
aquel que lo leyera pasara por lo mismo que pasé yo, estuviera en los sitios
donde yo estuve y se frustrara tanto como yo lo hice ante los acertijos de
aquel maníaco. Y Claire sabía perfectamente cómo hacerlo. Por eso confié en
ella para este proyecto. Le di la historia en blanco y negro y ella le dio
color. Reescribió cada página una y otra vez, prestando atención a cada palabra,
a cada signo de puntuación, de una manera casi obsesiva, hasta que ambos estábamos
conforme con el resultado. No paraba de sugerirme cambios que podían hacerse,
formas de contar lo mismo pero de otra manera. Pasé tanto tiempo con ella que
acabamos forjando una gran amistad. Y ahora…
Adam dejó de hablar. Se
frotó los ojos humedecidos con los pulgares y exhaló todo el aire de sus
pulmones de forma profunda por la nariz. De nuevo vino a su mente la imagen de
Claire en el callejón.
–Entiendo –dijo Gary,
indiferente, sin un ápice de empatía en su voz, mientras tachaba la pregunta
del papel que sostenía y pasaba a la siguiente–. Y dígame, ¿qué puede decirme
de Isaac Burrows?
Adam tragó saliva antes de
contestar.
–A Isaac lo conozco de toda
la vida. Me crié en el orfanato, a las afueras de la ciudad. Isaac estaba allí
también. Siempre estábamos juntos, no tengo un solo recuerdo de aquel lugar en
el que no estuviera él. De hecho, si no fuera por él, probablemente no estaría
hoy aquí, no tendría la vida que tengo.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Odiaba el orfanato. En
serio, cada minuto que pasé en aquel lugar fue una tortura para mí. No es que
nos trataran mal, todo lo contrario, simplemente yo no deseaba estar allí.
Tenía envidia del resto de chicos, ya sabe, los niños que tenían una familia. Puede
sonar ridículo, pero por aquel entonces no comprendía qué le había hecho al mundo
para que a mí no me dejaran tener una familia, por qué yo jugaba con
desventaja. Sin embargo, a Isaac parecía darle completamente igual. Él era
feliz allí, y trataba por todos los medios que yo también lo fuera. Y la
mayoría de las veces lo conseguía. Si no hubiera sido por él quizá ahora fuese
un bicho raro con algún tipo de trastorno causado por una infancia traumática.
Isaac me ayudó mucho en aquella época. Desde entonces lo considero
prácticamente un hermano.
–Ya veo. Hábleme más sobre
Isaac –el teniente Hooke anotó algo en el folio.
–Bueno, realmente no sé que
más decirle. ¿Qué quiere que le cuente sobre Isaac?
–Hábleme sobre él. Cualquier
cosa. Sus gustos, su trabajo, alguna anécdota que recuerde… lo que sea.
–Puedo contarle miles de
anécdotas, pasé cada uno de los días de mi infancia junto a él, y no crea que
éramos de ese tipo de niños que se pasan el día sentados tranquilamente en el
sofá, con los ojos clavados en la pantalla de la tele. Éramos bastante
inquietos, traviesos incluso, no parábamos de hacer trastadas.
–Cuénteme –dijo Gary, que en
ningún momento había mostrado ningún atisbo de sentimiento en su gesto–. Quizá
podamos sacar algo útil.
–Bueno –Adam rió mientras
recordaba algo–, había una chica. Eve Phelps. Pelirroja, con infinidad de pecas
en cada uno de los milímetros de piel de su cara. Tenía los ojos tan verdes
como la clorofila y casi siempre solía llevar dos trenzas. Era un par de años
mayor que nosotros, y nos tenía completamente locos a los dos. Isaac y yo
siempre estábamos compitiendo para ver quién conseguía conquistarla, ya sabe,
tonterías de críos. En el recinto del orfanato había un pequeño parque, con
varios columpios y un tobogán, bastante alejado del edificio, cerca de la entrada
principal. Un día, sin que Isaac se enterase, logré convencer a Eve para vernos
allí a la hora de la comida. El parque estaba siempre repleto de niños, pero
como las normas decían que estaba totalmente prohibido ausentarse del comedor
durante las comidas, así que era la hora perfecta para vernos en el parque a
solas. Allí estaba yo, con ocho o nueve años, dispuesto a tener mi primera
cita. ¿Y sabe qué ocurrió? Cuando llegué al parque Eve estaba sentada en los columpios…
¡con Isaac! –Adam echó a reír a carcajadas–. Nunca llegué a saber cómo lo hizo,
pero se me adelantó. Es como si me hubiera leído la mente, algún tipo de
telepatía, pero el caso es que Isaac llegó allí antes que yo y arruinó mi primera
cita.
–Vaya –a Gary se le escapó
una pequeña sonrisa, mientras que Christine Gardner, que seguía de pie y con
los brazos cruzados, a su espalda, sonreía ampliamente–. ¿Al final quién se
quedó con la chica?
Adam soltó una carcajada.
–¡Ninguno de los dos! Yo
nunca me atreví a decirle nada, e Isaac siempre decía que prefería esperar a
declararse cuando consiguiera llegar a ser policía. Solía decir que no había
mujer sobre la Tierra a la que no le gustaran los hombres de uniforme.
Gardner continuó riendo,
pero Gary apuntó algo en su papel y lanzó de inmediato la siguiente pregunta.
–¿Dices que Isaac quería ser
policía?
–Sí. Los dos entramos en la
academia al mismo tiempo, nada más cumplir los dieciocho.
–¿Y qué pasó?
–Bueno, la cosa no le fue
demasiado bien. No conseguía progresar, decía que todo aquello le sobrepasaba,
que no podía seguir adelante. A veces creo que debía haberle apoyado más, que
tenía que haberle devuelto todo lo que hizo por mí en el orfanato animándole a
que continuara allí, en la academia. Pero el caso es que al final abandonó.
–¿Qué hizo después?
–Bueno, consiguió un trabajo
en un supermercado. Estuvo allí un par de años hasta que lo echaron. Luego
trabajó en una tienda de electrodomésticos, de vendedor. Estuvo otros dos o
tres años, pero la tienda acabó cerrando. Después entro a trabajar al
aeropuerto, y ahí sigue hasta ahora.
Gary seguía apuntando cosas
en su papel.
–¿Sabe cuánto cobra Isaac
por su trabajo?
–No lo sé exactamente, nunca
me lo ha dicho, pero no creo que sea demasiado. La mayoría de los que trabajan
allí son universitarios, no creo que cobren mucho.
–Entonces, ¿cómo es que
podía permitirse cenar en el Thévenin, posiblemente el lugar más caro de toda
la ciudad?
–Pensé exactamente lo mismo
cuando me dijo que iban a cenar allí, pero la verdad es que pensándolo en frío
no me extrañó demasiado. Isaac me insistió durante semanas en que quería una
cita con Claire. Estaba completamente obsesionado con ella, no paraba de decir
lo mucho que le había gustado cuando la conoció en el evento de presentación de
mi libro. Prácticamente me llamaba cada día para preguntarme si había logrado
convencerla. No me extraña que quisiera que su cita con ella fuese una noche
perfecta.
–Pero por mucho que quisiera
que fuera perfecta, ¿de dónde sacó el dinero? –intervino Gardner–. Una cena en
el Thévenin cuesta un riñón y parte del otro.
–No lo sé. Supongo que
ahorraría durante bastante tiempo. A mí nunca me dijo que necesitara dinero.
–Tal vez tenía algún tipo de
trapicheo, ya sabe a lo que me refiero. ¿Le comentó alguna vez algo? –preguntó
Gary.
–No, nunca me dijo nada
acerca de eso. Y la verdad, no creo que Isaac sea ese tipo de persona.
El teniente Hooke apuntó de
nuevo algo más en su papel y formuló la siguiente pregunta.
–¿Y qué me dice de la
libreta de Isaac? ¿Sabe para qué anota esas cosas?
–Si le digo la verdad, nunca
la había visto. Jamás vi a Isaac apuntar nada en ninguna libreta, y mucho menos
en una que llevara en un bolsillo en una noche tan importante como esa.
–¿Cree que Isaac mató a
Claire?
La pregunta fue tan directa
que casi se podía percibir cómo cortaba el aire mientras salía de los labios de
Gary y se incrustaba como un puñal en el pecho de Adam. Incluso a la jefa
Gardner le pilló por sorpresa, y no pudo ocultar su expresión de asombro. Tras
el impacto inicial, Adam contestó.
–No. De ninguna manera –lo
dijo con tal firmeza que parecía imposible que alguien pudiera dudar de él–.
Isaac estaba totalmente prendado de Claire. Es completamente imposible que le
hiciera nada.
–Quizá ella le rechazó y él
perdió los nervios.
–Teniente Hooke, conozco a
Isaac Burrows de toda la vida, es prácticamente un hermano para mí. He visto
como decenas de mujeres le rechazaban, y ninguna de ellas acabó con un puñal en
el vientre. Estoy plenamente convencido de que Isaac no es el responsable de
esto, y no me detendré hasta que descubra la verdad sobre lo que pasó.
–Muy bien, Adam. Es todo lo
que necesitábamos. El interrogatorio ha concluido.
Christine Gardner hizo una
seña con las manos y los agentes de la sala contigua tras el falso espejo
detuvieron la grabación.