martes, 19 de marzo de 2013

Capítulo 11: Fuerte y seco


El edificio donde vivía Isaac estaba situado en Crosshills, un barrio de la periferia de la ciudad. Era una zona residencial en la que predominaban los edificios bajos, de tres o cuatro plantas, de fachada de ladrillo visto de color rojizo en su mayoría. Había poco más aparte de aquellos bloques que se sucedían unos tras otros. Lo más destacable de aquella zona era un modesto centro comercial de no demasiada extensión que ya veía como sus mejores días quedaban demasiado lejos, y un parque llamado Queen’s Garden, situado justamente enfrente al centro comercial, que en otro tiempo fue un punto de gran interés turístico para los visitantes de la ciudad, aunque hoy día no era más que un vasto descampado descuidado. Los vecinos del barrio culpaban al alcalde Henderson del abandono del parque, ya que nada más acceder a la alcaldía destinó la mayor parte del presupuesto destinado a parques y jardines a cuidar y modernizar el vetusto Ocean Park, un parque mucho más céntrico, cercano al edificio Thévenin, que contaba con un inmenso lago en su interior, dejando de lado el resto de parques más lejanos al centro de la ciudad. Esto provocó el declive del Queen’s Garden: el césped comenzó a perder el verde, las malas hierbas aparecieron por doquier, la basura se acumulaba por los rincones… Incluso el mayor atractivo del parque, una esplendorosa fuente de casi tres metros de altura, con una escultura de una sirena en el centro, ahora permanecía permanentemente sin agua, sucia y deteriorada. 
Queen’s Garden era, de hecho, el lugar más peligroso del barrio. Se había convertido en el refugio perfecto para los sin techo, que pululaban a lo largo y ancho del parque a cualquier hora del día. La mayoría habían aprovechado las estructuras propias del parque para construir pequeñas casetas con cartones y tablones de madera, donde malvivían como podían. Sin embargo, el mayor problema radicaba en el modo en que estos nuevos inquilinos del parque se ganaban la vida, ya que la mayor parte de ellos se dedicaba a la venta de drogas. Generalmente, solo vendían cuando ya se había ido el sol, por lo que pasarse por las inmediaciones del parque cuando era de noche podía ser una mala ocurrencia, ya que no faltaban los yonquis con síndrome de abstinencia, sin dinero en los bolsillos y capaces de cualquier cosa con tal de obtener su dosis. 
Lejos de la zona del parque, Crosshills no era un mal barrio. La mayoría de los vecinos eran trabajadores de clase media, gente que se levantaba a las siete de la mañana para coger el metro e irse a trabajar al centro de la ciudad. Exceptuando la zona del parque, era un barrio tranquilo, sin apenas tráfico ni ruido. El apartamento de Isaac estaba situado un par de manzanas por detrás del centro comercial, en el segundo edificio de una hilera de cuatro exactamente iguales: edificios de ladrillo, de cuatro plantas, con líneas pintadas de color marrón oscuro recorriendo sus esquinas e infinidad de pequeñas ventanitas. Estaban alineados en el interior de un recinto cerrado con una verja metálica, con aberturas en más sitios de los que debería.
Adam aparcó frente al recinto, en la acera opuesta de la calle, y los tres policías bajaron del coche.
Llovía, aunque no con demasiada fuerza. Adam cruzó la calle sin demasiada prisa, en dirección al portal del segundo edificio de la hilera. A su derecha iba el teniente Hooke, avanzando ayudándose de su bastón; a su izquierda, el recién trasladado Arthur Finn, examinando los edificios con la mirada.
Al llegar al portal, que tenía la puerta abierta, encontraron a un hombre sentado en la escalera, resguardándose de la lluvia bajo el pequeño saliente que había a la entrada del edificio. Era un hombre mayor, de unos setenta años, con arrugas muy marcadas y con pelo fino y blanco sólo en los laterales de la cabeza, despeinado y ocultándole parte de las orejas. Leía el periódico del día mientras se fumaba un cigarrillo.
–No hace un día demasiado bueno para sentarse a leer en el porche, ¿no cree? –dijo Adam al acercarse al portal.
Al percatarse de la presencia de los agentes, el viejo echó una mirada por encima de su periódico.
–Yo le conozco. Usted es ese que salió en la tele, ese que detuvo al pirado de las obras de arte. ¿Cómo se llamaba? Lo tengo en la punta de la lengua…
–El gran Adam Legendre –dijo Arthur con un ademán. Adam lo miró de reojo.
–¡Eso era! ¡Legendre! Sabía que empezaba por L… Mi memoria ya no es lo que era, ¿sabe? Tenía que haberme visto cuando tenía veinte años. ¡Me sabía el nombre y los apellidos de cada una de las personas que vivían en estos edificios! –exclamó, mientras señalaba a los bloques de ladrillo de su alrededor con un amplio gesto.
–Vaya, sí que se conservan bien los edificios, no me habían parecido tan viejos… –pensó Arthur en voz alta. Gary, a su lado, le dio un codazo. El viejo echó a reír.
–Sí, sí que se conservan bien. ¡Ojalá yo me conservara la mitad de bien que ellos! Pero el tiempo no pasa en balde, chico. Ya te darás cuenta. Díganme, agentes, ¿qué les trae a mi humilde vecindario?
–Buscamos a un vecino del bloque. Su nombre es Isaac Burrows –explicó Gary.
–¿Isaac? Un tal Isaac… Ah, ya sé, un tipo bajito, regordete, con gafas, ¿verdad?
–Más bien alto y delgado –respondió Adam, con una sonrisa–. Y no, no lleva gafas. Vive en la segunda planta, trabaja en el aeropuerto.
–¡Ah, claro, el chico del aeropuerto! ¡El del mono naranja! Sí, sí, sé quién es. Hace tres o cuatro días que no lo veo, ¿para qué lo buscan?
–Bueno, digamos que puede sernos útil para una investigación que estamos llevando a cabo –contestó Adam.
–Es un buen chico. Un poco nervioso, pero buen chico. Si sabe algo que pueda resultarles de ayuda seguro que os lo dirá.
–Eso esperamos. Eso esperamos…
Los tres agentes avanzaron hacia el interior del edificio. Subieron las escaleras hasta el segundo piso y llegaron a la puerta del apartamento de Isaac, el número 28. Gary Hooke se adelantó a los otros dos y tocó el timbre.
–¿Qué esperas, que nos abra la puerta y nos invite a pasar? –preguntó Arthur.
–Es el protocolo –respondió Gary. Pasaron varios segundos y nadie respondió ni abrió la puerta. Gary tocó el timbre de nuevo.
–¿Otra vez?
–Las normas dicen que hay que probar tres veces.
–Es ridículo. No va a abrirnos nadie.
Como era de esperar, nadie respondió tampoco a la segunda llamada del timbre. Ni a la tercera.
–¿Quieres hacer los honores, Finn? –preguntó Gary.
–¿Cómo dices?
–Tres toques de timbre y nadie responde. El siguiente paso es entrar.
–¿Y cómo entramos? ¿Tienes algún tipo de llave maestra? ¿Una ganzúa?
Adam echó a reír.
–¿Una ganzúa? Vaya, me parece que durante el tiempo que pasaste infiltrado en esa maldita banda se te pegó demasiado de esos capullos. No somos ladrones, no usamos ganzúas. Simplemente abrimos la puerta. Dale un empujón.
–¿Un empujón?
­–Claro, Finn. Un empujón. Carga contra ella con el hombro –dijo Gary, golpeando la puerta con el bastón–. ¿Cómo esperabas sino que la abriéramos?
–¿Y yo qué coño sé? Es la primera vez que hago esto –replicó Arthur. Cogió carrerilla y arremetió contra la puerta, chocando contra ella sin conseguir nada. Lo intentó un par de veces más, sin resultado alguno–. Esto es una mierda. No hay forma de echarla abajo.
–Venga ya, Finn, si es tan fina como una hoja de papel –protestó Gary.
–Échate a un lado –dijo Adam. Tomo un impulsó y cargó contra la puerta con el hombro. Se escuchó un crujido proveniente de la cerradura, que había cedido. La puerta estaba abierta–. El truco está en el golpe, tiene que ser fuerte y seco –dijo, conteniendo la risa.
–Tiene que ser fuerte y seco –repitió Arthur, refunfuñando–. Vamos adentro.

miércoles, 9 de enero de 2013

Capítulo 10: El nuevo


Las gotas de lluvia impactaban rítmicamente sobre el parabrisas del coche patrulla mientras se oía una sinfonía de cláxones y los coches apenas avanzaban. Una estampa típica de la ciudad.
–¿Falta mucho para llegar? –preguntó Arthur Finn desde el asiento trasero–. Llevamos más de veinte minutos en el coche. ¡Dale más caña al pedal, Adam!
–Voy todo lo rápido que puedo ir. Esto no es un circuito de carreras, no tenemos la carretera para nosotros solos.
–Será mejor que te acostumbres, Finn –contestó Gary–. El tráfico en esta ciudad es horrible.
–Y da gracias que la de anoche fue probablemente la última nevada del año, o al menos eso han dicho en la tele –añadió Adam–. Cuando nieva tienes que multiplicar por tres el tiempo que tardas en llegar a cualquier parte. Es como si a la gente se le olvidase cómo conducir cuando los primeros copos asoman entre las nubes. Ahora sólo tenemos que aguantar tres meses de lluvia hasta que llegue el verano.
–Qué maravilla de clima –dijo Arthur, con sarcasmo.
–¿No te gusta la lluvia? –preguntó Adam, riendo, mientras golpeaba el volante con las palmas de las manos, como si fuera un timbal.
–No estoy acostumbrado. En el sur podemos contar los días de lluvia que hay al año con los dedos de una mano. Aquí todo es distinto. Apuesto a que el día que amanece soleado montáis una fiesta.
–A mí me encanta la lluvia –dijo Gary–. Sentarse junto a la ventana, oyendo cómo las gotas chocan contra el cristal, sólo tú y tus pensamientos… es uno de los placeres de la vida.
–Yo prefiero pensar tumbado en una hamaca al sol con una buena jarra de cerveza fría en la mano –añadió Arthur.
Adam soltó una carcajada. El tráfico seguía igual de lento, manteniendo al coche prácticamente parado.
–Gary es un clásico, un tipo demasiado serio para ese tipo de cosas. Él es más de sentarse en su gran sillón de cuero frente a la chimenea con un libro en una mano y una copa de balón en la otra, mientras se fuma uno de sus carísimos puros importados de Cuba –bromeó Adam.
–Vamos, Adam –replicó Gary–. No le digas esas cosas al chico. ¿Qué imagen quieres que se cree de mí?
–Era broma, Gary. Pero no me negarás que eres un poco adusto.
–¿Adusto?
–Sin ir más lejos, hace un rato, en el interrogatorio. ¿A qué venía esa farsa?
–No me vengas con esas, Adam. Ya te lo han explicado. Eres la única persona a la que tenemos acceso que sabe algo del sospechoso. Teníamos que poner toda esa información a disposición de la investigación.
–Pero no tratándome como un criminal. Sabes que he visto a cientos de personas pasar por esa silla. Asesinos, violadores, pedófilos… Y hoy estaba sentado donde ellos. No ha sido una sensación muy agradable. Además, ¿a qué ha venido todo ese rollo de tratarme de usted, como si no nos conociéramos?
–Era algo oficial, todo queda grabado en vídeo, ¿qué querías que hiciese? ¿Ponernos a hablar del partido del sábado? –Gary estaba elevando el tono–. ¿O hubieras preferido que lo hubiera hecho Gardner?
–No se trata de eso. Es sólo que las circunstancias podían haber sido otras, nada más –concluyó–. Deja a Gardner para el chico –dijo riendo, mientras señalaba con el pulgar hacia la parte posterior del vehículo.
–¿Cómo? –preguntó Arthur.
–No te hagas el tonto conmigo, Finn. Todos hemos visto lo que ha pasado en la sala de reuniones esta mañana. «Me gusta este chico…». La tienes en el bote.
–¿De qué estás hablando? Si debe de tener más de cincuenta años.
–Yo diría que está mas cerca de los sesenta que de los cincuenta –dijo Gary.
–Ya sabes lo que dicen, que no hay edad para el amor –añadió Adam entre risas–. Además, ¡he visto cómo le guiñabas un ojo!
–¡Eso no es verdad!
–Todos lo hemos visto, chico –comentó Gary, que no pudo evitar empezar a reírse también.
–Bueno, puede que lo hiciera sin querer. ¡Sólo intentaba ser agradable!
Adam y Gary estallaron en carcajadas.
–¿Agradable? Agradable puede ser una sonrisa, un guiño es otro tipo de cosa. Es algo como un «eh, nena, Arthur Finn acaba de llegar a la ciudad».
Arthur no pudo evitar echar a reír también.
–Siento decepcionaros, tíos, pero la jefa no es mi tipo. Ese look de serie de televisión de los años setenta no va conmigo.
El habitáculo del coche patrulla se había convertido en un hervidero de risas, que se prolongó durante varios minutos. Cuando las risas hubieron terminado, Adam se dirigió de nuevo a Arthur.
–Bueno, ha quedado claro que no es ni por el clima ni por la jefa. Así que dime, Finn, ¿qué te ha traído a esta ciudad? ¿Qué lleva a un hombre a cambiar el caluroso sur por esta lluviosa jungla de asfalto donde nunca sale el sol?
–Bueno, a decir verdad, yo nunca quise el traslado, pero no me quedó otra opción. Allí trabajaba en la brigada anti-vicio. Durante tres años mi tarea fue la de infiltrarme en una de las bandas que traían la droga a la ciudad. La idea era investigarlos desde dentro, ver cómo trabajaban, aprenderlo todo del mundillo para saber cuál era la mejor opción para acabar con ellos. Conseguí mucha influencia dentro de la banda, todo iba sobre ruedas, lo teníamos todo preparado para dar el golpe final. Pero entonces, no sé cómo, se torció todo. No sabemos quién dio el chivatazo, pero se descubrió mi tapadera, la banda se dispersó y todo se fue al garete. Pero lo peor es que juraron acabar conmigo, así que no me quedó otra que huir de la ciudad.
–¿Y decidiste venir aquí? ¿No hubiera sido mejor acudir al programa de protección de testigos?
–Fue lo primero que me ofrecieron, pero para mí nunca fue una posibilidad. Tengo veintinueve años, no pienso pasarme el resto de mi vida pescando truchas en un lago y viviendo en una cabaña perdida en mitad del bosque bajo un nombre falso. Siempre quise ser poli, y no iba a renunciar a eso tan pronto. La banda nunca tuvo ningún tipo de negocio por esta zona, ellos no salen del sur. Aquí estoy completamente a salvo.
–Vaya –Adam parecía completamente asombrado–. Es una de esas historias que parecen sacadas de una película.
–Mira quién va a hablar… –contestó Arthur.
–¿Cómo dices?
–No eres el más indicado para hablar de historias de película, Adam. He leído tu libro.
–¿Acaso queda alguien sobre la faz de la tierra que no lo haya hecho? –dijo Gary.
–Me pareció increíble –continuó Arthur–. Eso sí que es una historia de película. Una de esas cosas que crees que no pueden pasar en el mundo real. Por cosas como esas es por las que siempre quise ser poli.
El gesto de Adam cambió a uno completamente serio.
–No lo creo.
–¡De verdad! Tuvo que ser emocionante vivir todo aquello. Sentir cómo el asesino te desafiaba con cada nuevo enigma, darle mil vueltas a cada pista hasta que encontrabas el camino…
–No fue nada emocionante. Al contrario, sentía una presión enorme. La vida de muchas personas estaba en juego.
–Pero qué me dices de la satisfacción que tuviste que sentir al atraparlo. ¡Si yo mismo estaba eufórico leyendo las páginas del final! No puedo imaginar el alivio que sentirías al vaciarle el cargador en el pecho.
–No es algo de lo que esté orgulloso.
–Hombre, claro está, yo también hubiera preferido atraparlo vivo. Poder mirarle fijamente a los ojos, para que viera la cara del policía que le ganó la partida, de aquel que logró derrotarlo. Es una lástima que no te quedara más opción que enviarlo al fondo del mar a golpe de pistola.
Adam permaneció callado, mirando al frente. Gary tampoco dijo nada. Sabía que a Adam no le gustaba recordar lo que pasó aquel día, que siempre que le hablaban de aquella noche en el acantilado se mostraba esquivo con el tema. A él tampoco era un tema que le entusiasmase, ya que los sucesos de aquella noche fueron los que provocaron que ya no pudiera despegarse de su bastón. Los tres policías permanecieron varios minutos en silencio, hasta que Adam habló de nuevo al mismo tiempo que detenía el coche.
–Aquí es. Hemos llegado.

jueves, 20 de diciembre de 2012

Capítulo 9: Al otro lado


Adam había pasado literalmente cientos de horas en la sala de interrogatorios de la comisaría desde que consiguió convertirse en policía. Interrogar a los sospechosos era una tarea que siempre había llamado su atención, ya que le parecía de lo más entretenido y llegaba a tomárselo prácticamente como si fuese un juego. Le divertía sentarse frente a alguien, un desconocido cualquiera, y poner todos sus sentidos sobre él; le encantaba ser capaz de detectar cualquier mínimo cambio en alguno de los cientos de músculos de su cara, cualquier leve y sutil arruga que desvelara si lo que le estaban contando era cierto o no. Cada vez que atravesaba aquella puerta gris y se sentaba en la incómoda y rígida silla de metal se convertía en otra persona. Una diferente cada vez, como un actor que interpreta infinidad de papeles. Adam tenía una gran variedad de personajes para elegir: desde el policía inseguro que hacía las preguntas con cautela hasta el típico poli chulo que lo da todo por supuesto antes de comenzar siquiera con la primera pregunta. La mayoría de las veces no sabía qué papel iba a elegir hasta que se sentaba en su silla y miraba a los ojos del sospechoso. Era en ese preciso momento cuando surgía dentro de él, como una chispa, un sentimiento esclarecedor. Como si tuviera una ruleta en el interior de su pecho que dejase de girar en el mismo instante en que su mirada chocaba con la de la persona que se sentaba frente a él, señalándole en quién tenía que convertirse. En alguna ocasión entraba a la sala acompañado, la mayoría de las veces de Gary Hooke, y entonces la diversión era aún mayor. Al teniente Hooke no le gustaban las florituras, y por lo general interpretaba siempre el mismo papel: el de ser él mismo. Como tal, era un entrevistador serio, calculador, con todas las preguntas pensadas de antemano y reacciones preparadas para cada una de las posibles respuestas. Era imposible que un sospechoso sorprendiera a Gary Hooke. Por esto mismo, cuando le tocaba interrogar a un sospechoso con Gary, Adam no interpretaba ningún papel. Simplemente improvisaba. Le gustaba ser la contrapartida de Gary, el punto de caos entre la marea de serenidad del teniente. Era otra forma distinta de jugar.
Aquel día, sin embargo, Adam no iba a jugar. O, al menos, no como solía hacerlo. Todo estaba allí, en su lugar, como siempre: las paredes, pintadas de un color gris casi deprimente; el amplio falso espejo, que ocultaba tras él la sala de grabación y ocupaba casi por completo uno de los laterales de la habitación; la cámara de seguridad en una de las esquinas, próxima al techo, en el lado opuesto a la puerta de metal que daba acceso a la sala; las viejas sillas desvencijadas a ambos lados de la mesa, sobre la cual reposaba un micrófono que debía haber grabado miles de horas de conversaciones; la luz azulada que inundaba la sala y que, si te fijabas, notabas parpadear cada pocos segundos, convirtiéndose entonces en algo muy molesto. También estaba allí Gary Hooke, interpretando su papel de siempre, sentado en una de las sillas con los codos apoyados en la mesa y entrecruzando los dedos de ambas manos. Tras él, de pie y de brazos cruzados, Christine Gardner. No era muy común que la jefa estuviera en un interrogatorio, pero definitivamente aquella era una situación fuera de lo común.
Pese a haber pasado cientos de horas allí, en aquella sala, la situación era nueva para Adam. Por primera vez él no era el tirador, sino la diana. Estaba sentado al otro lado de la mesa, el lugar por donde había visto desfilar a decenas de sospechosos, todos aquellos compañeros de juego. Adam miraba a su alrededor, como redescubriendo la habitación desde su nueva perspectiva. Miró a Gary, y luego a Christine, que inmediatamente comenzó a hablar.
–Antes de comenzar, dejemos esto claro. No se te acusa de nada, así que no tienes por qué estar nervioso. Eres uno de los miembros más valiosos de nuestro equipo, y estoy segura de que eso es algo que sabes. Sin embargo, las circunstancias son las que mandan, y en este caso, dada tu relación tanto con la víctima como con el sospechoso, eres parte importante de la investigación. Para que lo entiendas, eres la primera piedra del sendero que tenemos que recorrer para resolver este caso, el lugar por dónde tenemos que empezar, ¿me sigues, Adam?
–Sí, señora.
–Bien. En primer lugar, quiero que esto quede claro. Estoy dispuesta a apartarte de este caso si consideras que no estás preparado para trabajar en algo que te inmiscuye de una forma tan personal y directa, aunque no puedo negar que me encantaría poder contar con una mente tan brillante como la tuya para resolver esta investigación.
–Estoy preparado para trabajar en este caso, jefa. No se preocupe por eso. El hecho de estar relacionado con el sospechoso solo aumenta mis ganas de resolverlo todo. Ah, y gracias por el halago.
Gary Hooke lanzó a Adam una mirada cargada de matices, repleta de significado. En sus ojos se podían leer las palabras valor y respeto.
–Comencemos entonces –dijo Gardner.
–Un momento –interrumpió Adam–. Hay una cosa que sí que me gustaría saber. ¿Por qué hemos de hacer esto aquí? Quiero decir, ¿no hubiera bastado una conversación en privado? No sé, ¿en su despacho por ejemplo? Estar aquí sentado me hace sentirme un criminal. He visto a auténticos monstruos sentados en esta silla.
–Cuestiones de protocolo. Hacerlo aquí lo hace todo mucho más fácil. Ya sabes, registrar la conversación, tenerlo todo grabado para consultas posteriores… Todo la información sobre el sospechoso que obtengamos de ti en esta conversación tiene que estar disponible para cualquiera de los agentes que investigan el caso. Además, seguro que incluso tú mismo acabarás consultando el vídeo que grabemos hoy. Créeme, es mejor hacerlo así que en cualquier despacho.
–Está bien –aceptó Adam, no demasiado convencido.
–Vale, vamos a empezar entonces –Gardner hizo una señal con la mano que Adam ya conocía, y que servía para que los agentes del otro lado del espejo iniciaran la grabación.
–Dígame, agente Legendre, ¿cuál era su relación con la víctima? –preguntó el teniente Hooke. Como siempre, la pregunta era de lo más previsible, y era la que Adam esperaba. Sin embargo, le sorprendió que Gary no le tuteara. Era algo lógico, ya que en los interrogatorios siempre se hacía así, pero fue algo que no se esperaba. Decidió contestar tratándolo también de usted.
–Creo que es algo bastante obvio, pero le contestaré de todas formas. Claire Greene escribió un libro sobre mi participación en el caso de El Artista. No sé si alguna vez lo ha pensado, pero escribir un libro es una tarea muy compleja. Casi titánica. Yo no me di cuenta de ello hasta que comencé a trabajar con Claire. Una cosa es la historia que tienes en la cabeza, todo aquello por lo que pasaste, y otra bien distinta es recoger todo eso por escrito. En tu mente puedes recorrer la historia de principio a fin en apenas un instante. En todo momento sabes situar cualquier fragmento, lo sientes, ves cómo es todo: percibes las sensaciones que tuviste en aquel momento, ves cómo eran los escenarios que tuviste que recorrer, recuerdas las caras de cada persona que se cruzó en tu camino… Sin embargo, en un libro, en esa infinidad de palabras plasmadas sobre el papel, todo es completamente distinto. Los lectores no saben nada, tienes que explicarle hasta el más mínimo detalle para hacerles sentir tal y como te sentías tú. Y eso es algo muy complicado. En mi cabeza, la historia estaba ahí, todo tal y como pasó: la Venus en el museo, los acertijos, aquella noche en el acantilado… pero, incluso cuando se lo contaba a Claire, me daba cuenta de que en mis palabras faltaban lo más importante: las sensaciones. Mi narración era como un texto vacío, sin fondo, como una noticia de un periódico. Yo no quería que el libro fuera así. Mi propósito era que aquel que lo leyera pasara por lo mismo que pasé yo, estuviera en los sitios donde yo estuve y se frustrara tanto como yo lo hice ante los acertijos de aquel maníaco. Y Claire sabía perfectamente cómo hacerlo. Por eso confié en ella para este proyecto. Le di la historia en blanco y negro y ella le dio color. Reescribió cada página una y otra vez, prestando atención a cada palabra, a cada signo de puntuación, de una manera casi obsesiva, hasta que ambos estábamos conforme con el resultado. No paraba de sugerirme cambios que podían hacerse, formas de contar lo mismo pero de otra manera. Pasé tanto tiempo con ella que acabamos forjando una gran amistad. Y ahora…
Adam dejó de hablar. Se frotó los ojos humedecidos con los pulgares y exhaló todo el aire de sus pulmones de forma profunda por la nariz. De nuevo vino a su mente la imagen de Claire en el callejón.
–Entiendo –dijo Gary, indiferente, sin un ápice de empatía en su voz, mientras tachaba la pregunta del papel que sostenía y pasaba a la siguiente–. Y dígame, ¿qué puede decirme de Isaac Burrows?
Adam tragó saliva antes de contestar.
–A Isaac lo conozco de toda la vida. Me crié en el orfanato, a las afueras de la ciudad. Isaac estaba allí también. Siempre estábamos juntos, no tengo un solo recuerdo de aquel lugar en el que no estuviera él. De hecho, si no fuera por él, probablemente no estaría hoy aquí, no tendría la vida que tengo.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Odiaba el orfanato. En serio, cada minuto que pasé en aquel lugar fue una tortura para mí. No es que nos trataran mal, todo lo contrario, simplemente yo no deseaba estar allí. Tenía envidia del resto de chicos, ya sabe, los niños que tenían una familia. Puede sonar ridículo, pero por aquel entonces no comprendía qué le había hecho al mundo para que a mí no me dejaran tener una familia, por qué yo jugaba con desventaja. Sin embargo, a Isaac parecía darle completamente igual. Él era feliz allí, y trataba por todos los medios que yo también lo fuera. Y la mayoría de las veces lo conseguía. Si no hubiera sido por él quizá ahora fuese un bicho raro con algún tipo de trastorno causado por una infancia traumática. Isaac me ayudó mucho en aquella época. Desde entonces lo considero prácticamente un hermano.
–Ya veo. Hábleme más sobre Isaac –el teniente Hooke anotó algo en el folio.
–Bueno, realmente no sé que más decirle. ¿Qué quiere que le cuente sobre Isaac?
–Hábleme sobre él. Cualquier cosa. Sus gustos, su trabajo, alguna anécdota que recuerde… lo que sea.
–Puedo contarle miles de anécdotas, pasé cada uno de los días de mi infancia junto a él, y no crea que éramos de ese tipo de niños que se pasan el día sentados tranquilamente en el sofá, con los ojos clavados en la pantalla de la tele. Éramos bastante inquietos, traviesos incluso, no parábamos de hacer trastadas.
–Cuénteme –dijo Gary, que en ningún momento había mostrado ningún atisbo de sentimiento en su gesto–. Quizá podamos sacar algo útil.
–Bueno –Adam rió mientras recordaba algo–, había una chica. Eve Phelps. Pelirroja, con infinidad de pecas en cada uno de los milímetros de piel de su cara. Tenía los ojos tan verdes como la clorofila y casi siempre solía llevar dos trenzas. Era un par de años mayor que nosotros, y nos tenía completamente locos a los dos. Isaac y yo siempre estábamos compitiendo para ver quién conseguía conquistarla, ya sabe, tonterías de críos. En el recinto del orfanato había un pequeño parque, con varios columpios y un tobogán, bastante alejado del edificio, cerca de la entrada principal. Un día, sin que Isaac se enterase, logré convencer a Eve para vernos allí a la hora de la comida. El parque estaba siempre repleto de niños, pero como las normas decían que estaba totalmente prohibido ausentarse del comedor durante las comidas, así que era la hora perfecta para vernos en el parque a solas. Allí estaba yo, con ocho o nueve años, dispuesto a tener mi primera cita. ¿Y sabe qué ocurrió? Cuando llegué al parque Eve estaba sentada en los columpios… ¡con Isaac! –Adam echó a reír a carcajadas–. Nunca llegué a saber cómo lo hizo, pero se me adelantó. Es como si me hubiera leído la mente, algún tipo de telepatía, pero el caso es que Isaac llegó allí antes que yo y arruinó mi primera cita.
–Vaya –a Gary se le escapó una pequeña sonrisa, mientras que Christine Gardner, que seguía de pie y con los brazos cruzados, a su espalda, sonreía ampliamente–. ¿Al final quién se quedó con la chica?
Adam soltó una carcajada.
–¡Ninguno de los dos! Yo nunca me atreví a decirle nada, e Isaac siempre decía que prefería esperar a declararse cuando consiguiera llegar a ser policía. Solía decir que no había mujer sobre la Tierra a la que no le gustaran los hombres de uniforme.
Gardner continuó riendo, pero Gary apuntó algo en su papel y lanzó de inmediato la siguiente pregunta.
–¿Dices que Isaac quería ser policía?
–Sí. Los dos entramos en la academia al mismo tiempo, nada más cumplir los dieciocho.
–¿Y qué pasó?
–Bueno, la cosa no le fue demasiado bien. No conseguía progresar, decía que todo aquello le sobrepasaba, que no podía seguir adelante. A veces creo que debía haberle apoyado más, que tenía que haberle devuelto todo lo que hizo por mí en el orfanato animándole a que continuara allí, en la academia. Pero el caso es que al final abandonó.
–¿Qué hizo después?
–Bueno, consiguió un trabajo en un supermercado. Estuvo allí un par de años hasta que lo echaron. Luego trabajó en una tienda de electrodomésticos, de vendedor. Estuvo otros dos o tres años, pero la tienda acabó cerrando. Después entro a trabajar al aeropuerto, y ahí sigue hasta ahora.
Gary seguía apuntando cosas en su papel.
–¿Sabe cuánto cobra Isaac por su trabajo?
–No lo sé exactamente, nunca me lo ha dicho, pero no creo que sea demasiado. La mayoría de los que trabajan allí son universitarios, no creo que cobren mucho.
–Entonces, ¿cómo es que podía permitirse cenar en el Thévenin, posiblemente el lugar más caro de toda la ciudad?
–Pensé exactamente lo mismo cuando me dijo que iban a cenar allí, pero la verdad es que pensándolo en frío no me extrañó demasiado. Isaac me insistió durante semanas en que quería una cita con Claire. Estaba completamente obsesionado con ella, no paraba de decir lo mucho que le había gustado cuando la conoció en el evento de presentación de mi libro. Prácticamente me llamaba cada día para preguntarme si había logrado convencerla. No me extraña que quisiera que su cita con ella fuese una noche perfecta.
–Pero por mucho que quisiera que fuera perfecta, ¿de dónde sacó el dinero? –intervino Gardner–. Una cena en el Thévenin cuesta un riñón y parte del otro.
–No lo sé. Supongo que ahorraría durante bastante tiempo. A mí nunca me dijo que necesitara dinero.
–Tal vez tenía algún tipo de trapicheo, ya sabe a lo que me refiero. ¿Le comentó alguna vez algo? –preguntó Gary.
–No, nunca me dijo nada acerca de eso. Y la verdad, no creo que Isaac sea ese tipo de persona.
El teniente Hooke apuntó de nuevo algo más en su papel y formuló la siguiente pregunta.
–¿Y qué me dice de la libreta de Isaac? ¿Sabe para qué anota esas cosas?
–Si le digo la verdad, nunca la había visto. Jamás vi a Isaac apuntar nada en ninguna libreta, y mucho menos en una que llevara en un bolsillo en una noche tan importante como esa.
–¿Cree que Isaac mató a Claire?
La pregunta fue tan directa que casi se podía percibir cómo cortaba el aire mientras salía de los labios de Gary y se incrustaba como un puñal en el pecho de Adam. Incluso a la jefa Gardner le pilló por sorpresa, y no pudo ocultar su expresión de asombro. Tras el impacto inicial, Adam contestó.
–No. De ninguna manera –lo dijo con tal firmeza que parecía imposible que alguien pudiera dudar de él–. Isaac estaba totalmente prendado de Claire. Es completamente imposible que le hiciera nada.
–Quizá ella le rechazó y él perdió los nervios.
–Teniente Hooke, conozco a Isaac Burrows de toda la vida, es prácticamente un hermano para mí. He visto como decenas de mujeres le rechazaban, y ninguna de ellas acabó con un puñal en el vientre. Estoy plenamente convencido de que Isaac no es el responsable de esto, y no me detendré hasta que descubra la verdad sobre lo que pasó.
–Muy bien, Adam. Es todo lo que necesitábamos. El interrogatorio ha concluido.
Christine Gardner hizo una seña con las manos y los agentes de la sala contigua tras el falso espejo detuvieron la grabación.

lunes, 10 de diciembre de 2012

Capítulo 8: Una libreta de tapas amarillas


Las agujas del reloj de comisaría indicaban que era poco más de mediodía. Una docena de agentes sentados en tres filas de sillas con pala formaban la audiencia de la sala principal de reuniones. Entre ellos estaban el teniente Gary Hooke, tan serio como de costumbre, mirando atentamente el avance de las manecillas del reloj que colgaba sobre la pizarra blanca de la habitación; en la silla de al lado, el recién llegado Arthur Finn, que garabateaba en los folios que tenía delante, esperando impaciente a que comenzara la reunión; tras ellos, el policía de moda en la ciudad, Adam Legendre, cabizbajo, seguramente tratando de darle forma a toda la avalancha de pensamientos que retumbaban en su cabeza tras lo que había visto aquella mañana.
Tras un par de minutos se abrió la puerta de la sala. Por ella entró una mujer trajeada, con paso firme, tan extremadamente delgada que la piel de su cara parecía posarse directamente sobre el hueso. Llevaba unas gafas puntiagudas que parecían sacadas de otra época y melena corta, de un rubio probablemente teñido. Era bastante alta, y las arrugas en su rostro hacían ver que debía de tener más de cincuenta años. En la solapa de la chaqueta llevaba una chapa con su nombre y su cargo: Christine Gardner, Jefa.
–Buenas tardes –dijo al entrar en la sala. Pese a que la reunión estaba programada para las doce y llegaba más de diez minutos tarde, no tuvo ni una sola palabra de disculpa ni excusa alguna para su retraso. Dejó una carpeta sobre la mesa, conectó un pen drive en el ordenador y encendió el proyector–. Como supongo que ya saben, esta mañana nos hemos despertado con la noticia de un terrible asesinato en la ciudad –pulsó una tecla y en la pantalla del proyector apareció la imagen de Claire Greene en el callejón, con aquella enorme mancha de sangre en su abdomen–. La víctima es Claire Greene, treinta y tres años, periodista.
Al ver la imagen de su amiga, Adam se estremeció en la silla. Un escalofrío le recorrió todo el cuerpo. Agachó la cabeza para apartar la mirada de aquella horrible fotografía proyectada en la pantalla y se cubrió los ojos con la palma de la mano.
–Los primeros indicios nos hacen creer que la víctima murió a causa de las numerosas heridas en la parte baja de su abdomen –continuó Gardner– a causa de repetidos ataques con un arma blanca, probablemente un cuchillo o una navaja. No se encontró arma alguna en la escena del crimen, pero sí que se encontró un objeto que podría ser de nuestro interés: una pequeña libreta, parcialmente oculta bajo la víctima. En ella había una inscripción que decía, cito textualmente, «Has matado a Claire Greene. Huye». No sabemos qué finalidad tiene el mensaje, pero tras analizarla hemos hallado en ella las huellas dactilares del que a partir de ahora es nuestro principal sospechoso.
Gardner pulsó un botón en el teclado y la imagen proyectada cambió para mostrar una fotografía de Isaac, concretamente la de su permiso de conducción. Adam echó una leve mirada sin levantar del todo la cabeza, para después dar un profundo suspiro y frotarse los ojos con los pulgares.
–Isaac Burrows, treinta y cinco años, empleado del aeropuerto –Gardner hablaba con seguridad, como si hubiera dado aquel mismo discurso cientos de veces antes–. Podemos confirmar que la libreta encontrada en la escena del crimen pertenecía a este individuo, lo que lo relaciona directamente con el asesinato. Sabemos, gracias al teniente Hooke, que anoche fue visto con la señorita Greene. Además, por lo que hemos podido comprobar, hoy no ha acudido a su puesto de trabajo, ni tampoco se encuentra en su apartamento ni responde al teléfono. También…
–¿No se está precipitando demasiado? –interrumpió Arthur, ante la mirada sorprendida de sus compañeros–. Quiero decir, solo tenemos la libreta, ¿no? Quizá este tipo ni siquiera estuviera en la escena del crimen. Cualquiera podría haber soltado la libreta allí. Puede que sea de este tío, el tal Isaac, pero que alguien se la hubiera quitado y la hubiera dejado allí para incriminarle. Quizá alguien quería quitárselo de en medio. ¿Sabemos si la inscripción la hizo él? ¿Tenemos algún documento suyo para comparar la caligrafía? Creo que es demasiado pronto como para sospechar de él con tanta certeza.
Gardner rió.
–Para ser su primer día se le ve muy lanzado, agente Finn. Me gusta que mis chicos tengan iniciativa, pero la paciencia también es una cualidad que me interesa encontrar en ellos –dijo, al tiempo que le dirigía una mirada cómplice a Arthur–. Espero que lo tenga en cuenta la próxima vez, y espere al menos a que termine mi intervención. En respuesta a su pregunta, no, no sólo tenemos la libreta. Hay algo más. ¿Teniente Hooke? Es su turno.
Gary Hooke se puso en pie y se dirigió al resto de sus compañeros.
–Como ha comentado la jefa, anoche vi al sospechoso en el Thévenin, cenando en el restaurante, acompañado de la víctima. A mitad de la noche, ocurrió algo que me llamó la atención, algo que se salía de la normalidad. Pero creo que eso es algo que es mejor que veáis vosotros mismos. Los empleados del edificio nos han cedido los vídeos de las cámaras de seguridad del salón principal del restaurante.
Gary se acercó al ordenador y pulsó un par de teclas para que el proyector comenzase a mostrar el vídeo. En él se veía a Isaac y Claire cenando, a un par de mesas de distancia del propio Gary Hooke y su esposa Rose. De repente, sin que nadie supiese muy bien por qué, Isaac se levantó de la mesa y atravesó la sala a paso rápido hasta desaparecer de la pantalla. Gary paró el vídeo.
–Como habéis podido observar, en un momento de la noche el sospechoso abandonó su mesa y atravesó la sala casi corriendo, en dirección a los servicios –comentó Gary.
–¿Y qué prueba eso? Puede que tuviera un apretón –exclamó Arthur, provocando alguna tímida risa en la sala.
–Por favor, agente Finn, esto es algo serio –le espetó Christine Gardner–. Teniente Hooke, continúe.
–Bien, como decía, el sospechoso acudió corriendo a los servicios –dijo, mientras reanudaba la reproducción del vídeo–. A mi esposa le llamó la atención, así que como podréis ver ahora, me acerqué a los servicios para comprobar si el chico necesitaba algún tipo de ayuda –Gary le lanzó una mirada a Arthur antes de que hiciera ninguna broma–. No tenemos vídeo de los servicios, ya que no hay cámaras allí gracias a alguna de esas ridículas leyes sobre la privacidad, pero el caso es que encontré al chico sentado en un retrete, inconsciente. Despertó un par de minutos después, y parecía desorientado, me atrevería a decir que incluso drogado. Y cuando recobró el sentido, ¿adivináis qué fue lo primero que hizo? Leer algo de una libreta de tapas amarillas, idéntica a la encontrada en la escena del crimen.
La sala se llenó rápidamente de murmullos. Los policías conjeturaban posibles teorías, tratando de unir las piezas del puzzle. De repente, una voz se alzó sobre las demás.
–¿Podemos ver de nuevo el video?
Era Adam Legendre.
–Por supuesto –contestó Gary –. ¿A partir de dónde?
–Ponlo un par de segundos antes de que Isaac se levante de la mesa, quizá veamos algo útil.
Gary tardó apenas un instante en volver a poner el vídeo a partir de donde le había pedido Adam.
–¿El chico parece nervioso, no? –observó Arthur–. Miradle las manos y las piernas, tiembla tanto que parece estar tiritando.
–Es verdad –dijo Gary Hooke.
–Fijaos en el pecho. Se mueve demasiado, como si estuviese hiperventilando –comentó otro de los policías de la sala, un hombre pelirrojo que estaba sentado en la fila de atrás, en el extremo opuesto a Adam.
De repente, Isaac se levantó de la mesa y atravesó una vez más la sala del restaurante.
–No para de frotarse las manos mientras camina –señaló tímidamente uno de los presentes.
–Eso es otra señal de que estaba nervioso –dijo Arthur–. Probablemente le sudaran las manos.
–Quizá estaba nervioso porque estaba planeando cómo y cuándo matarla –el que hablaba era el pelirrojo–. Tal vez algo no estaba saliendo como lo tenía planeado.

-Eso es una gilipollez –protestó Arthur.
–No se está frotando las manos –intervino Adam–. Miradlo bien. ¿Puedes ponerlo de nuevo, Gary?
Gary Hooke volvió a poner el momento del vídeo en el que Isaac cruzaba la sala.
–Está… ¿escribiendo? –preguntó Christine Gardner.
–¡La libreta! –exclamó Gary–. No sé cómo no lo había visto antes.
–El muy hijo de puta está escribiendo algo en su libreta de tapas amarillas –dijo Arthur–. Ahí, mientras atraviesa corriendo el restaurante. No tiene ni pies ni cabeza.
–Qué cosa más extraña –exclamó otro de los policías.
–Bueno, el caso es que tenemos pruebas más que suficientes para relacionar al sospechoso, Isaac Burrows, con la libreta de tapas amarillas que se encontró en la escena del crimen. Tenemos sus huellas en ella, y con este vídeo queda demostrado que Burrows tenía la libreta encima la misma noche en la que ocurrió el crimen. Es suficiente, Gary. Gracias –sentenció Gardner.
Gary Hooke asintió con la cabeza y volvió a su asiento. La imagen del proyector volvió a mostrar la fotografía de Isaac y Christine Gardner continuó hablando.
–Bien, desde este mismo momento nuestra prioridad absoluta es encontrar el paradero de Isaac Burrows, por el momento nuestro único y principal sospechoso. Lo primero que haremos será registrar su apartamento, esta misma tarde. Quizá allí hallemos algo que nos pueda servir para averiguar hacia dónde se ha dirigido, alguna pista que nos permita seguirle. Creo que es el paso más lógico, ¿a alguien se le ocurre otra cosa?
–¿Su trabajo? –sugirió Arthur–. Podemos hablar con sus compañeros. A lo mejor alguno sabe adónde ha podido ir, quizá Burrows le contó sus planes a alguien.
–¡Me gusta este chico! –contestó Gardner, señalando a Arthur–. Muy bien, agente Finn, me parece una buena idea. Mañana le quiero en el aeropuerto junto a sus compañeros. Espero que me traiga algo bueno de allí –dijo, con una sonrisa pícara.
–No dude que lo intentaré –contestó Arthur, guiñando un ojo.
Christine Gardner sonrió y continuó hablando.
–De acuerdo. Entonces tenemos dos lugares por donde empezar: la casa del sospechoso y su lugar de trabajo, el aeropuerto. El plan es registrar la casa esta misma tarde y acudir al aeropuerto mañana para interrogar a sus compañeros. ¿Alguna otra sugerencia?
Nadie en la sala dijo nada. Gary Hooke carraspeó, como intentando que Christine Gardner recordara algo.
–Ah, sí. Casi me olvidaba. –dijo Gardner–. Agente Legendre, ¿es cierto que conoce al sospechoso?
Adam levantó la cabeza. Había estado toda la reunión cabizbajo, sujetándose la frente con la mano, recorriendo con la mirada las vetas de la madera de la pala de su silla mientras los pensamientos le inundaban la mente.
–Sí. Conozco a Isaac.
–¿Cómo de bien lo conoce, Adam?
–Conozco a Isaac de toda la vida.
–¿Y cuál es su opinión acerca de todo esto? –preguntó Gardner, mientras caminaba en dirección a Adam y apoyaba la mano en la pala de su silla.
–¿La verdad? No creo que Isaac haya hecho esto.
–Bien. Pues verá, agente Legendre, creo que hay otra cosa que podemos hacer. Tenemos que interrogar a la única persona involucrada en todo esto a la que tenemos acceso. Y creo que para eso usted va a ser importante.
–¿Qué persona? ¿A quién tengo que interrogar?
–No me entiende, Adam. Usted no tiene que interrogar a nadie. Somos nosotros los que tenemos que interrogarle a usted.