Las gotas de lluvia
impactaban rítmicamente sobre el parabrisas del coche patrulla mientras se oía
una sinfonía de cláxones y los coches apenas avanzaban. Una estampa típica de
la ciudad.
–¿Falta mucho para llegar?
–preguntó Arthur Finn desde el asiento trasero–. Llevamos más de veinte minutos
en el coche. ¡Dale más caña al pedal, Adam!
–Voy todo lo rápido que
puedo ir. Esto no es un circuito de carreras, no tenemos la carretera para
nosotros solos.
–Será mejor que te
acostumbres, Finn –contestó Gary–. El tráfico en esta ciudad es horrible.
–Y da gracias que la de
anoche fue probablemente la última nevada del año, o al menos eso han dicho en
la tele –añadió Adam–. Cuando nieva tienes que multiplicar por tres el tiempo
que tardas en llegar a cualquier parte. Es como si a la gente se le olvidase
cómo conducir cuando los primeros copos asoman entre las nubes. Ahora sólo tenemos
que aguantar tres meses de lluvia hasta que llegue el verano.
–Qué maravilla de clima
–dijo Arthur, con sarcasmo.
–¿No te gusta la lluvia?
–preguntó Adam, riendo, mientras golpeaba el volante con las palmas de las
manos, como si fuera un timbal.
–No estoy acostumbrado. En
el sur podemos contar los días de lluvia que hay al año con los dedos de una
mano. Aquí todo es distinto. Apuesto a que el día que amanece soleado montáis
una fiesta.
–A mí me encanta la lluvia
–dijo Gary–. Sentarse junto a la ventana, oyendo cómo las gotas chocan contra
el cristal, sólo tú y tus pensamientos… es uno de los placeres de la vida.
–Yo prefiero pensar tumbado en
una hamaca al sol con una buena jarra de cerveza fría en la mano –añadió
Arthur.
Adam soltó una carcajada. El
tráfico seguía igual de lento, manteniendo al coche prácticamente parado.
–Gary es un clásico, un tipo
demasiado serio para ese tipo de cosas. Él es más de sentarse en su gran sillón
de cuero frente a la chimenea con un libro en una mano y una copa de balón en
la otra, mientras se fuma uno de sus carísimos puros importados de Cuba –bromeó
Adam.
–Vamos, Adam –replicó Gary–.
No le digas esas cosas al chico. ¿Qué imagen quieres que se cree de mí?
–Era broma, Gary. Pero no me
negarás que eres un poco adusto.
–¿Adusto?
–Sin ir más lejos, hace un
rato, en el interrogatorio. ¿A qué venía esa farsa?
–No me vengas con esas,
Adam. Ya te lo han explicado. Eres la única persona a la que tenemos acceso que
sabe algo del sospechoso. Teníamos que poner toda esa información a disposición
de la investigación.
–Pero no tratándome como un
criminal. Sabes que he visto a cientos de personas pasar por esa silla.
Asesinos, violadores, pedófilos… Y hoy estaba sentado donde ellos. No ha sido
una sensación muy agradable. Además, ¿a qué ha venido todo ese rollo de
tratarme de usted, como si no nos conociéramos?
–Era algo oficial, todo
queda grabado en vídeo, ¿qué querías que hiciese? ¿Ponernos a hablar del
partido del sábado? –Gary estaba elevando el tono–. ¿O hubieras preferido que
lo hubiera hecho Gardner?
–No se trata de eso. Es sólo
que las circunstancias podían haber sido otras, nada más –concluyó–. Deja a Gardner
para el chico –dijo riendo, mientras señalaba con el pulgar hacia la parte
posterior del vehículo.
–¿Cómo? –preguntó Arthur.
–No te hagas el tonto
conmigo, Finn. Todos hemos visto lo que ha pasado en la sala de reuniones esta
mañana. «Me gusta este chico…». La tienes en el
bote.
–¿De
qué estás hablando? Si debe de tener más de cincuenta años.
–Yo
diría que está mas cerca de los sesenta que de los cincuenta –dijo Gary.
–Ya
sabes lo que dicen, que no hay edad para el amor –añadió Adam entre risas–.
Además, ¡he visto cómo le guiñabas un ojo!
–¡Eso
no es verdad!
–Todos
lo hemos visto, chico –comentó Gary, que no pudo evitar empezar a reírse
también.
–Bueno,
puede que lo hiciera sin querer. ¡Sólo intentaba ser agradable!
Adam
y Gary estallaron en carcajadas.
–¿Agradable?
Agradable puede ser una sonrisa, un guiño es otro tipo de cosa. Es algo como un
«eh, nena, Arthur Finn
acaba de llegar a la ciudad».
Arthur
no pudo evitar echar a reír también.
–Siento
decepcionaros, tíos, pero la jefa no es mi tipo. Ese look de serie de televisión de los años setenta no va conmigo.
El
habitáculo del coche patrulla se había convertido en un hervidero de risas, que
se prolongó durante varios minutos. Cuando las risas hubieron terminado, Adam
se dirigió de nuevo a Arthur.
–Bueno,
ha quedado claro que no es ni por el clima ni por la jefa. Así que dime, Finn,
¿qué te ha traído a esta ciudad? ¿Qué lleva a un hombre a cambiar el caluroso
sur por esta lluviosa jungla de asfalto donde nunca sale el sol?
–Bueno,
a decir verdad, yo nunca quise el traslado, pero no me quedó otra opción. Allí
trabajaba en la brigada anti-vicio. Durante tres años mi tarea fue la de infiltrarme
en una de las bandas que traían la droga a la ciudad. La idea era investigarlos
desde dentro, ver cómo trabajaban, aprenderlo todo del mundillo para saber cuál
era la mejor opción para acabar con ellos. Conseguí mucha influencia dentro de
la banda, todo iba sobre ruedas, lo teníamos todo preparado para dar el golpe
final. Pero entonces, no sé cómo, se torció todo. No sabemos quién dio el
chivatazo, pero se descubrió mi tapadera, la banda se dispersó y todo se fue al
garete. Pero lo peor es que juraron acabar conmigo, así que no me quedó otra
que huir de la ciudad.
–¿Y
decidiste venir aquí? ¿No hubiera sido mejor acudir al programa de protección
de testigos?
–Fue
lo primero que me ofrecieron, pero para mí nunca fue una posibilidad. Tengo
veintinueve años, no pienso pasarme el resto de mi vida pescando truchas en un
lago y viviendo en una cabaña perdida en mitad del bosque bajo un nombre falso.
Siempre quise ser poli, y no iba a renunciar a eso tan pronto. La banda nunca
tuvo ningún tipo de negocio por esta zona, ellos no salen del sur. Aquí estoy
completamente a salvo.
–Vaya
–Adam parecía completamente asombrado–. Es una de esas historias que parecen
sacadas de una película.
–Mira
quién va a hablar… –contestó Arthur.
–¿Cómo
dices?
–No
eres el más indicado para hablar de historias de película, Adam. He leído tu
libro.
–¿Acaso
queda alguien sobre la faz de la tierra que no lo haya hecho? –dijo Gary.
–Me
pareció increíble –continuó Arthur–. Eso sí que es una historia de película.
Una de esas cosas que crees que no pueden pasar en el mundo real. Por cosas
como esas es por las que siempre quise ser poli.
El
gesto de Adam cambió a uno completamente serio.
–No
lo creo.
–¡De
verdad! Tuvo que ser emocionante vivir todo aquello. Sentir cómo el asesino te
desafiaba con cada nuevo enigma, darle mil vueltas a cada pista hasta que
encontrabas el camino…
–No
fue nada emocionante. Al contrario, sentía una presión enorme. La vida de
muchas personas estaba en juego.
–Pero
qué me dices de la satisfacción que tuviste que sentir al atraparlo. ¡Si yo
mismo estaba eufórico leyendo las páginas del final! No puedo imaginar el
alivio que sentirías al vaciarle el cargador en el pecho.
–No
es algo de lo que esté orgulloso.
–Hombre,
claro está, yo también hubiera preferido atraparlo vivo. Poder mirarle
fijamente a los ojos, para que viera la cara del policía que le ganó la
partida, de aquel que logró derrotarlo. Es una lástima que no te quedara más
opción que enviarlo al fondo del mar a golpe de pistola.
Adam
permaneció callado, mirando al frente. Gary tampoco dijo nada. Sabía que a Adam
no le gustaba recordar lo que pasó aquel día, que siempre que le hablaban de
aquella noche en el acantilado se mostraba esquivo con el tema. A él tampoco
era un tema que le entusiasmase, ya que los sucesos de aquella noche fueron los
que provocaron que ya no pudiera despegarse de su bastón. Los tres policías
permanecieron varios minutos en silencio, hasta que Adam habló de nuevo al
mismo tiempo que detenía el coche.
–Aquí
es. Hemos llegado.
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