miércoles, 9 de enero de 2013

Capítulo 10: El nuevo


Las gotas de lluvia impactaban rítmicamente sobre el parabrisas del coche patrulla mientras se oía una sinfonía de cláxones y los coches apenas avanzaban. Una estampa típica de la ciudad.
–¿Falta mucho para llegar? –preguntó Arthur Finn desde el asiento trasero–. Llevamos más de veinte minutos en el coche. ¡Dale más caña al pedal, Adam!
–Voy todo lo rápido que puedo ir. Esto no es un circuito de carreras, no tenemos la carretera para nosotros solos.
–Será mejor que te acostumbres, Finn –contestó Gary–. El tráfico en esta ciudad es horrible.
–Y da gracias que la de anoche fue probablemente la última nevada del año, o al menos eso han dicho en la tele –añadió Adam–. Cuando nieva tienes que multiplicar por tres el tiempo que tardas en llegar a cualquier parte. Es como si a la gente se le olvidase cómo conducir cuando los primeros copos asoman entre las nubes. Ahora sólo tenemos que aguantar tres meses de lluvia hasta que llegue el verano.
–Qué maravilla de clima –dijo Arthur, con sarcasmo.
–¿No te gusta la lluvia? –preguntó Adam, riendo, mientras golpeaba el volante con las palmas de las manos, como si fuera un timbal.
–No estoy acostumbrado. En el sur podemos contar los días de lluvia que hay al año con los dedos de una mano. Aquí todo es distinto. Apuesto a que el día que amanece soleado montáis una fiesta.
–A mí me encanta la lluvia –dijo Gary–. Sentarse junto a la ventana, oyendo cómo las gotas chocan contra el cristal, sólo tú y tus pensamientos… es uno de los placeres de la vida.
–Yo prefiero pensar tumbado en una hamaca al sol con una buena jarra de cerveza fría en la mano –añadió Arthur.
Adam soltó una carcajada. El tráfico seguía igual de lento, manteniendo al coche prácticamente parado.
–Gary es un clásico, un tipo demasiado serio para ese tipo de cosas. Él es más de sentarse en su gran sillón de cuero frente a la chimenea con un libro en una mano y una copa de balón en la otra, mientras se fuma uno de sus carísimos puros importados de Cuba –bromeó Adam.
–Vamos, Adam –replicó Gary–. No le digas esas cosas al chico. ¿Qué imagen quieres que se cree de mí?
–Era broma, Gary. Pero no me negarás que eres un poco adusto.
–¿Adusto?
–Sin ir más lejos, hace un rato, en el interrogatorio. ¿A qué venía esa farsa?
–No me vengas con esas, Adam. Ya te lo han explicado. Eres la única persona a la que tenemos acceso que sabe algo del sospechoso. Teníamos que poner toda esa información a disposición de la investigación.
–Pero no tratándome como un criminal. Sabes que he visto a cientos de personas pasar por esa silla. Asesinos, violadores, pedófilos… Y hoy estaba sentado donde ellos. No ha sido una sensación muy agradable. Además, ¿a qué ha venido todo ese rollo de tratarme de usted, como si no nos conociéramos?
–Era algo oficial, todo queda grabado en vídeo, ¿qué querías que hiciese? ¿Ponernos a hablar del partido del sábado? –Gary estaba elevando el tono–. ¿O hubieras preferido que lo hubiera hecho Gardner?
–No se trata de eso. Es sólo que las circunstancias podían haber sido otras, nada más –concluyó–. Deja a Gardner para el chico –dijo riendo, mientras señalaba con el pulgar hacia la parte posterior del vehículo.
–¿Cómo? –preguntó Arthur.
–No te hagas el tonto conmigo, Finn. Todos hemos visto lo que ha pasado en la sala de reuniones esta mañana. «Me gusta este chico…». La tienes en el bote.
–¿De qué estás hablando? Si debe de tener más de cincuenta años.
–Yo diría que está mas cerca de los sesenta que de los cincuenta –dijo Gary.
–Ya sabes lo que dicen, que no hay edad para el amor –añadió Adam entre risas–. Además, ¡he visto cómo le guiñabas un ojo!
–¡Eso no es verdad!
–Todos lo hemos visto, chico –comentó Gary, que no pudo evitar empezar a reírse también.
–Bueno, puede que lo hiciera sin querer. ¡Sólo intentaba ser agradable!
Adam y Gary estallaron en carcajadas.
–¿Agradable? Agradable puede ser una sonrisa, un guiño es otro tipo de cosa. Es algo como un «eh, nena, Arthur Finn acaba de llegar a la ciudad».
Arthur no pudo evitar echar a reír también.
–Siento decepcionaros, tíos, pero la jefa no es mi tipo. Ese look de serie de televisión de los años setenta no va conmigo.
El habitáculo del coche patrulla se había convertido en un hervidero de risas, que se prolongó durante varios minutos. Cuando las risas hubieron terminado, Adam se dirigió de nuevo a Arthur.
–Bueno, ha quedado claro que no es ni por el clima ni por la jefa. Así que dime, Finn, ¿qué te ha traído a esta ciudad? ¿Qué lleva a un hombre a cambiar el caluroso sur por esta lluviosa jungla de asfalto donde nunca sale el sol?
–Bueno, a decir verdad, yo nunca quise el traslado, pero no me quedó otra opción. Allí trabajaba en la brigada anti-vicio. Durante tres años mi tarea fue la de infiltrarme en una de las bandas que traían la droga a la ciudad. La idea era investigarlos desde dentro, ver cómo trabajaban, aprenderlo todo del mundillo para saber cuál era la mejor opción para acabar con ellos. Conseguí mucha influencia dentro de la banda, todo iba sobre ruedas, lo teníamos todo preparado para dar el golpe final. Pero entonces, no sé cómo, se torció todo. No sabemos quién dio el chivatazo, pero se descubrió mi tapadera, la banda se dispersó y todo se fue al garete. Pero lo peor es que juraron acabar conmigo, así que no me quedó otra que huir de la ciudad.
–¿Y decidiste venir aquí? ¿No hubiera sido mejor acudir al programa de protección de testigos?
–Fue lo primero que me ofrecieron, pero para mí nunca fue una posibilidad. Tengo veintinueve años, no pienso pasarme el resto de mi vida pescando truchas en un lago y viviendo en una cabaña perdida en mitad del bosque bajo un nombre falso. Siempre quise ser poli, y no iba a renunciar a eso tan pronto. La banda nunca tuvo ningún tipo de negocio por esta zona, ellos no salen del sur. Aquí estoy completamente a salvo.
–Vaya –Adam parecía completamente asombrado–. Es una de esas historias que parecen sacadas de una película.
–Mira quién va a hablar… –contestó Arthur.
–¿Cómo dices?
–No eres el más indicado para hablar de historias de película, Adam. He leído tu libro.
–¿Acaso queda alguien sobre la faz de la tierra que no lo haya hecho? –dijo Gary.
–Me pareció increíble –continuó Arthur–. Eso sí que es una historia de película. Una de esas cosas que crees que no pueden pasar en el mundo real. Por cosas como esas es por las que siempre quise ser poli.
El gesto de Adam cambió a uno completamente serio.
–No lo creo.
–¡De verdad! Tuvo que ser emocionante vivir todo aquello. Sentir cómo el asesino te desafiaba con cada nuevo enigma, darle mil vueltas a cada pista hasta que encontrabas el camino…
–No fue nada emocionante. Al contrario, sentía una presión enorme. La vida de muchas personas estaba en juego.
–Pero qué me dices de la satisfacción que tuviste que sentir al atraparlo. ¡Si yo mismo estaba eufórico leyendo las páginas del final! No puedo imaginar el alivio que sentirías al vaciarle el cargador en el pecho.
–No es algo de lo que esté orgulloso.
–Hombre, claro está, yo también hubiera preferido atraparlo vivo. Poder mirarle fijamente a los ojos, para que viera la cara del policía que le ganó la partida, de aquel que logró derrotarlo. Es una lástima que no te quedara más opción que enviarlo al fondo del mar a golpe de pistola.
Adam permaneció callado, mirando al frente. Gary tampoco dijo nada. Sabía que a Adam no le gustaba recordar lo que pasó aquel día, que siempre que le hablaban de aquella noche en el acantilado se mostraba esquivo con el tema. A él tampoco era un tema que le entusiasmase, ya que los sucesos de aquella noche fueron los que provocaron que ya no pudiera despegarse de su bastón. Los tres policías permanecieron varios minutos en silencio, hasta que Adam habló de nuevo al mismo tiempo que detenía el coche.
–Aquí es. Hemos llegado.

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